Hay una paradoja fundamental de la lectura que no deja de sorprender: se trata, por lo general, de un acto solitario que nos prepara para estar con los demás. Leemos en soledad, y en el proceso aprendemos cómo estar con otros. Nos alejamos del mundo, nos apartamos de la realidad cotidiana, y regresamos más llenos de elementos para ser parte de sus dinámicas. Una biblioteca es, entonces, la posibilidad de esa paradoja: un espacio donde podemos viajar hacia adentro para luego establecer mejores relaciones con el afuera. Aprender a leer es abrirse camino para aprender a comprender.
En la historia de cada lector, de cada lectora, hay una biblioteca que es a la vez el centro de un laberinto y una academia de vuelo. Una biblioteca donde aprendimos a perdernos, pero también a abrir las alas, para remontar las alturas de la imaginación y algunas ocasiones, incluso, llegar demasiado cerca del sol. Puede haber sido una biblioteca personal, la de la mamá, la de un tío, la del abuelo; quizás la biblioteca de una institución, en el colegio o en la universidad; o quizás, y creo que aquí hay un encanto especial, fue una biblioteca pública, una donde además de los libros estaba la vida de los otros, la convivencia ciudadana, la variedad de miradas y de rostros lectores que entraban a alimentar el gesto de tomar un libro en préstamo para embeberse en sus historias.
Sea donde haya sido, ese encuentro con los libros eventualmente se convirtió en un encuentro con los otros. Leemos para compartir historias, para encontrar narrativas comunes, y qué dicha es, entonces, cuando años después de concluir una novela aparece alguien con quien discutimos alguno de sus pasajes, cuando un cuento casi olvidado regresa a nosotros porque lo menciona un desconocido en una mesa vecina en la cafetería, cuando un verso nos visita, al mismo tiempo, a dos que observamos una misma realidad.
Leemos para encontrarnos, y ese encuentro, cuando ocurre en un club de lectura, en las mesas de una biblioteca, en los pasillos de salida o de entrada, es la base de una comunidad lectora donde la comprensión del mundo se enriquece y se multiplica. Ahí el milagro de estos espacios, ahí la esperanza que los recorre. En el gesto de prestar libros, de recomendar historias, estamos creando un mundo común. ¿Se imaginan todas las bibliotecas libres, abiertas, públicas, ciudadanas?