
Cada seis meses, Ana Dalila Gómez cambia su lugar de residencia en el mundo. Ha recorrido una veintena de países desde que salió de Popayán, la ciudad donde nació. Ser nómada es una costumbre gitana de la que no ha querido desprenderse. Es que pertenecer al Pueblo Rrom, dirá después, es como una marca de nacimiento. Nunca se borra.
Ella es una de los 701 integrantes de esta comunidad que a diario recorren localidades de Bogotá como Puente Aranda, Barrios Unidos, Kennedy o Ciudad Bolívar. Y que cada 8 de abril conmemoran el Día Mundial del Pueblo Gitano, que tiene su origen en 1971 cuando en Londres se instituyó el himno y la bandera de esta etnia.
Son colombianos descendientes de un pueblo milenario que tiene su origen en la India y que no se sabe con precisión cómo llegó al continente americano. Algunos mayores o ‘sero Rrom’, una de las figuras de más respeto para los gitanos por su sabiduría, aseguran que existen en estas tierras desde la llegada misma de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo. Otros, que arribaron a mediados del siglo XX, arrastrados por el desplazamiento y la feroz persecución que padecieron durante la Segunda Guerra Mundial.
En nuestro país, como en el resto del mundo, viven organizados en clanes. Ana Dalila pertenece al clan Mijháis, pero prefiere decir que “el pueblo gitano es uno solo”, con una misma lengua —la romaní, proveniente del sánscrito—, que luchan por mantener viva a través de la fuerza de la palabra hablada y de iniciativas como el libro ‘Mitos y leyendas del pueblo gitano’, que hace algunos años se quedó con una convocatoria cultural del Distrito y les permitió la publicación de mil ejemplares.
Son dueños también de su propio modelo de justicia, dictada por los mayores de cada ‘kumpanía’, como llaman a su comunidad. Una justicia que se sustenta en la oralidad, que no conoce documentos escritos, y que juzga faltas como la competencia desleal, los delitos de vergüenza de familia o los que violan el ritual del matrimonio, ritual sagrado para este pueblo.
En Colombia, los gitanos están organizados en 11 ‘kumpanías’. Y han merecido páginas enteras de nuestra literatura, como lo hiciera Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad cuando le hablaba al mundo de un Macondo visitado por “ejemplares hermosos de piel aceitada y manos inteligentes, cuyos bailes y músicas sembraron en las calles un pánico de alborotada alegría”.
Para Dalila el suyo es, sobretodo, un pueblo feliz que celebra “el aquí y el ahora y un largo presente como forma de entender la vida. Una vida de absoluta libertad. Los gitanos viven al día, no los desvela el futuro. No entendemos el tiempo como el resto de las personas”.
Es que los gitanos en Colombia derivan su sustento del comercio informal de distintos productos como las artesanías hechas en cobre; de la quiromancia y la venta de carros usados. En otros tiempos, los hombres gitanos, hábiles negociadores, se dedicaban a domar y comerciar caballos, durante largas correrías que podían durar meses enteros. Otros aprendieron a moldear metales para fabricar ollas y cacerolas en fincas y negocios a los que llegaban en sus largas travesías. Muchos de ellos, montaron con los años sus propias fábricas. Hoy, menos nómadas que sus ancestros, se vieron forzados a conjugar la palabra rebuscar y, por eso mismo, narra con tristeza Ana Dalila, engrosan la larga lista de afectados por las restricciones impuestas en medio de la cuarentena del COVID-19. Con calles vacías no pueden trabajar.
No es la primera vez, sin embargo, que caminan en medio de la tormenta. El pueblo gitano, se le escucha decir a Dalila, “ha resistido muchos virus: el de la xenofobia, el del rechazo, el de la incomprensión de nuestra cultura y diversidad. Y ha resistido a todos ellos dando siempre las mismas lecciones al mundo: una increíble capacidad de adaptarse, de ser creativos en medio de adversidad, de ser solidarios y, sobre todo, de aprender a vivir con lo indispensable y ser felices con eso”.
En medio de ese trasegar, aprendieron a amoldarse a los nuevos tiempos. Ya no viven en las carpas que solían improvisar en localidades como Puente Aranda o Kennedy. Hasta hace cerca de medio siglo las mujeres gitanas hacían presencia en las calles de las ciudades, en grupos que iban de un lado a otro, ataviadas con sus largas faldas y coloridos adornos. Algunas leían la mano como forma de subsistencia. Pero comenzaron los prejuicios. Y ya no salen como antes.
Ana Dalila se rebeló contra ese destino. Desde que aprendió a leer y escribir a los 4 años, comenzó a palpitar en su corazón la posibilidad de una vida distinta de la que les espera a las mujeres gitanas: cuidar de un hogar y de un marido. Hacer familia.
Graduada en dos carreras profesionales —ingeniera industrial de la Universidad Francisco José de Caldas y abogada de la Universidad La Gran Colombia, con especialización en Gestión y Planificación Urbana y Regional—, lleva 16 años haciendo camino como una gitana distinta dentro de su comunidad y luchando por el respeto de los derechos de su pueblo y por avances normativos que les permitan contar con recursos en los planes de desarrollo y las políticas del Estado. Uno de esos avances es la implementación en Bogotá, este año, de un Concejo Consultivo del Pueblo Rrom, un espacio de participación para la toma de decisiones en beneficio de esta comunidad.
Falta mucho aún por conquistar, dice. Una educación incluyente, por ejemplo, para que los niños puedan hablar en los colegios su lengua romaní libremente sin ser perseguidos ni silenciados. Espacios en los puedan compartir su gastronomía, elaborada con carne de cerdo en gran parte y una deliciosa variedad de especias; tan colorida como los atavíos que lucen las gitanas. Faltan también calles en donde las mujeres de este pueblo puedan caminar viviendo libremente su cultura sin el acoso de vigilantes que las intimidan creyendo, solo por la forma en la que visten, que acechan a la gente para robarla.
Por eso, en su día internacional, la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte de Bogotá reconoce sus tradiciones y su lengua. El aporte de un pueblo feliz que recorre nuestra ciudad para mostrarnos el valor de la diversidad.