
Por: Lucy Libreros
En el Día Internacional de la Danza recordamos los pasos de Édgar Estrada, uno de los bailarines emblemáticos de salsa en Bogotá. Creador de la primera academia de este género en la ciudad, ha trabajado como formador artístico en sus últimos años de la mano de Idartes.
Quién iba a pensar que un joven rolo, nacido en las entrañas de la localidad de Kennedy, se impusiera ante un caleño en un duelo de bailarines en la mismísima capital salsera de Colombia. La anécdota le pertenece a Édgar Estrada. Y la revive con emoción, al otro lado de la línea, sentado en una casa de ese mismo sector del sur bogotano del que no ha querido salir nunca.
Es que allá, en Kennedy, fue que aprendió a bailar, con apenas 6 años, espiando bajo las mesas los pasos que los mayores dejaban sobre la pista en las fiestas más encendidas de la cuadra. Fue allá donde conoció a Cecilia Neira, el amor de su vida y su infaltable compañera de rumba. Allá tuvo a Erick, a Katherin y a Érika, los tres hijos que le heredaron su buen ritmo para siempre. Fue allá donde nació ‘Nueva generación de mambo y cha cha chá’, la escuela que fundó y les enseñó a bailar a casi tres generaciones.
Y sería allá, también, a donde regresó un día para contarles a los vecinos que en uno de esos ‘aguelulos’ épicos de Cali, en los 70, había vencido con sus pasos frenéticos a los bailarines que quisieron retarlo en un concurso improvisado. Sucedió en la famosa discoteca Honka Monka, templo rumbero de esos años.
Édgar, recuerda bien, tenía 16 años y una vida de carpintero, oficio que aprendió de la misma forma en que ha logrado casi todo: observando, practicando, aprendiendo.
Ya para entonces cargaba la alegría como moneda suelta en los bolsillos y se daba sus mañas para colarse en las rumbas de hasta cuatro días seguidos que se gozaban en la casa de los Neira, familia tradicional del barrio, a la que llegaban bailarines de salsa de quilates como Chucho Bonbonbum, Zapatico, La Momia, Resortes y Mamboloco. El ‘dream team’ bogotano de la llamada salsa de la ‘Vieja guardia’.
De ellos abrevó la sabrosura que todavía carga a cuestas a sus 59 años y conoció las melodías de Machito, Tito Puente y Tito Rodríguez, cuyas canciones de cha cha chá lo marcaron sin remedio. “Sigue siendo el ritmo que más disfruto bailar”, se le escucha decir a Édgar. Aunque son bien conocidos los pasos que ha dejado en Salsa al Parque y otras decenas de campeonatos de los que ha salido con un trofeo bajo el brazo. También sus coqueteos con las danzas populares, los ritmos urbanos y hasta la danza clásica.
“Empecé empírico, pero con el tiempo sentí la necesidad de formarme con talleres y cuanto seminario veía. Eso me ayudó en mi labor como formador artístico”, cuenta este bogotano, de mamá valluna y hablar acelerado.
Y eso que nació y aprendió a bailar en una ciudad que no ha cargado, precisamente, con la fama de ser una metrópoli festiva. Bogotá, encumbrada a 2.600 metros del Caribe, se veía desde afuera, durante largo tiempo, como una ciudad de espíritu ceniciento, a quien el mismísimo García Márquez, a mediados del siglo pasado, retrató en sus páginas como un lugar donde llovía sin misericordia y donde sus gentes vestían de negro y no conocían la danza como una forma de felicidad.
Pero justo por esos años Bogotá tropezó con el porro sabanero de Lucho Bermúdez, que se presentó por primera vez en 1946 en el Hotel Granada. Los bailes de salón se hicieron entonces populares y fue en ellos donde Édgar, siendo un niñito fisgón, empezó a memorizar los pasos que luego lo harían célebre en todo Kennedy.
Con ellos conquistaría a Cecilia, una de las hijas de esos Neira a cuya casa llegaba la Vieja Guardia. Con esos mismos pasos convenció a la Junta de Acción Comunal de usar el salón comunal para continuar con las clases de baile que entretenían las horas muertas de sus hijos, sus sobrinos y otros niños, todas las tardes y fines de semana, sin falta, por el mero gusto de compartir los pasos que en las fiestas le aplaudían.
Ya para entonces la salsa se había metido en el alma cultural de esta ciudad. Arribó y se quedó a vivir en los años 70 de la mano de personajes como el locutor barranquillero Miguel Granados Arjona, 'El viejo Mike', quizá, el más venerado de los padres del movimiento de la salsa capitalina, quien dio batalla en los micrófonos de Capital Radio incluso con más de 80 años.
‘Nueva generación de mambo y cha cha chá’ nació en el garaje de una casa de la Calle 35 Sur con 74, pero en poco tiempo crecieron los alumnos, todos ellos chicos entre los 7 y los 13 años. En 1995 se instalaron en una sede propia en la Supermanzana 5 de Kennedy y los que saben de salsa reconocen que esta fue la primera escuela de su tipo que germinó en Bogotá.
Édgar alternaba su labor de maestro con la ebanistería y también con noches y días enteros de rumba. “Y, pues, en ese camino me perdí. Conocí las malas compañías, probé la marihuana y el alcohol. La rumba pesada me consumió”, dice.
Édgar Estrada junto a sus hijos Érika, Erick y Katherine. Los tres han sido campeones mundiales de salsa.
Tanto, que tocó fondo y acabó vagando en las desaparecidas calles de El Cartucho. Las mismas en las que llegó a escuchar gritos y quejidos de moribundos a los que poco a poco la droga consumía. En las que sintió en carne propia la agonía de niñas indefensas, vendidas por sus padres por una papeleta de bazuco. Y el miedo de ser asesinado en las noches de ‘limpieza social’.
“Fueron los cuatro meses más duros de mi vida”, reconoce ahora. Días pedregosos en los que empeñó hasta el alma a cambio de unos pocos gramos de droga, en los que robó. “Pero, aún en medio de esa situación, no perdí mi amor por el baile. Recuerdo que, con mi costal al hombro, en las largas jornadas de reciclaje, la gente me veía bailando en las calles”.
Una mañana, en medio de ese infierno, y luego de diez intentos fallidos, halló la cordura necesaria para recuperar su familia y su oficio de profesor de baile. De la mano de una fundación comenzó un largo proceso de desintoxicación, abandonó para siempre a la carpintería y se aferró a la danza y a su escuela como un náufrago al salvavidas.
Así, como un renacido, lo vieron sus alumnos en 1999 cuando decidió presentarse por primera vez en las competencias de Salsa al Parque. Preparó a sus mejores bailarines en jornadas de ensayo que se prolongaban hasta media noche. No ganaron, cree Édgar, “porque sus trajes no eran los mejores. Y eso me enseñó que en este oficio la puesta en escena artística es tan importante como la coreografía”. Al año siguiente lo intentó de nuevo y durante la década siguiente ninguna otra escuela pudo arrebatarles el primer lugar.
De esa larga carrera conserva nítidos los recuerdos de sus pasos frente a orquestas como la Sonora Ponceña y los Hermanos Lebrón y trofeos que no caben en ningún estante: ver crecer, de su mano, a un extenso batallón de bailarines que tocaron a su puerta siendo apenas unos niños y hoy se ganan la vida como maestros en sus propias academias de baile. Entre ellos, sus propios hijos que se convirtieron en campeones desde muy pequeños.
Katherin lo hace junto a Nicolás Carreño, uno de los bailarines de salsa más brillantes de su generación; juntos fundaron la escuela Paso Latino. Erick, con quien Édgar comparte hoy sus días a causa de la cuarentena, siguió también los pasos de su padre y es el hombre detrás de SalsaBogo Dance Company; Érika fundó Imperio Latino. Los tres han sido campeones mundiales.
La escuela de Édgar cerró sus puertas hace seis años. Pero su ritmo sigue vibrando en localidades como Ciudad Bolívar y Bosa, en los barrios más empinados de esta ciudad de cerros eternos y hasta en los pasillos de la Cárcel La Modelo. Hasta esos rincones llega este campeón suramericano de salsa con la sabiduría que le dejó la rudeza de esos meses de calle y drogas en El Cartucho, sector que hoy conocemos como Parque Tercer Milenio.
“Me conecto fácil con esos muchachos porque les hablo en ‘su idioma’, porque entiendo por lo que ellos pasan a diario, sus necesidades, sus conflictos. Y con eso me gano su respeto y los inspiro a buscar un proyecto de vida en la danza”.
Lo propio ha hecho a través del proyecto Crea, de Idartes, en donde se vinculó como artista formador. Hoy, camina por la vida con el mismo swing del muchacho que se medía en duelos improvisados de baile. Y sabe bien que cada 29 de abril, el mundo celebra el Día Internacional de la Danza, fecha proclamada en 1982 por la Unesco por ser el natalicio del bailarín y coreógrafo francés Jean-Georges Noverre.
Ahora baila poco, quizá porque una enfermedad le arrebató hace tres años a su compañera de pista, la bella Cecilia Neira, la mujer que lo amó con devoción y nunca cesó en su empeño de sacarlo de El Cartucho, convencida como el propio Édgar Estrada, de que la danza es “la vida misma. Una hermosa manera de sentirnos vivos”.