El barrio 20 de Julio, uno de los más tradicionales de Bogotá y que guarda entre sus calles una larga historia de devoción por el Divino Niño, quiere también convertirse en ejemplo de cuidado en tiempos de Covid-19, de la mano de la estrategia de cultura ciudadana ALAS de distancia.
Ana Julia Romero lo dice contundente, sin despegar la vista del manojo de escapularios que acomoda con esmero en la esquina de su pequeño local: “Cada familia del barrio 20 Julio puede contar la historia de un milagro cumplido por el Divino Niño. ¡Qué sería de nosotros sin ese niñito!”.
Es una mañana de sábado, en plena cuarentena, y a esta hora el barrio, colgado en las estribaciones de los cerros surorientales de Bogotá, luce extraño a los ojos de vendedores y transeúntes, acostumbrados, hasta hace poco, a la romería religiosa que atrae la enorme devoción que despierta el Divino Niño, custodio del santuario que lleva su nombre y que fuera inaugurado en 1942.
La fecha la recuerda nítida en la memoria María del Rosario Pompeyo, que ha vivido sus 78 años “en el 20” y que recita, casi con tono de historiadora, cómo a mediados de los 30 un sacerdote italiano de la orden salesiana, Juan del Rizo, comenzó a acariciar la idea de consagrar para siempre esta zona –por entonces rural y apartada– al niño Jesús.
El diseño del templo se lo encargaron a los salesianos Juan Buscaglione y Constantino de Castro. En marzo de 1937 se bendijo la primera piedra y cinco años más tarde se inauguraría la iglesia. La imagen del niño Jesús, venerada durante casi un siglo por propios y extranjeros, la encargó el propio padre Rizzo al almacén de arte religioso ‘Vaticano’, propiedad de artistas italianos y uno de los más famosos de la época en el barrio La Candelaria.
Desde entonces, la fe fue creciendo a la par con calles y viviendas. Mientras las misas de los domingos colmaban la iglesia y el parque contiguo, con prédicas en las que el padre Rizzo narraba los milagros del niño santo, gente expulsada de los campos, acosada por la violencia, llegaba hasta este rincón bogotano con lo poco que tenían a fundar una vida de días mejores. Alguien creyó que el barrio debía llevar un nombre patriótico, pero esa es otra historia.
El asunto es que fue ensanchándose y extendiéndose por los alrededores de la iglesia. De terreno lejano pasó a ser un polo de desarrollo para el sur bogotano que trajo consigo primero el tranvía y luego el transporte urbano. Sería cuestión de pocos años para que el sueño del padre Rizzo se transformara en algo que nunca cortejó: hacer de la fe la identidad cultural y comercial del 20 de Julio.
Es que a los pies de la imagen de ese ‘niñito’ de rostro alegre, túnicas doradas y brazos siempre abiertos han terminado de rodillas creyentes, de todas las condiciones sociales, con las peticiones más insospechadas: evitar embarazos, lograr el corazón de una vecina indiferente, salvar familias de la ruina, aliviar moribundos y hasta romper hechizos, como cuenta entre risas la sabia Ana Julia.
“Al pobre niñito le toca de psicólogo, de tesorero, de médico y de asesor espiritual”, agrega esta comerciante de la fe, con los ojos aún en sus escapularios.
Hernando Urrutia, historiador y líder de la emisora comunitaria Vientos Estéreo, lo ve con otros ojos: se trata de un barrio que simplemente aprendió a vivir del “comercio milagrero” que cada año empuja a cerca de cinco millones de creyentes a la iglesia.
Un barrio que ha llevado a cuestas, sin proponérselo, la fama que con los años propagaron reinas de belleza, artistas y hasta políticos. Expresidentes como Ernesto Samper, que llegó hasta El 20 para agradecerle al Divino Niño salvarlo de un atentado que casi le cuesta la vida. O Andrés Pastrana, que aseguró que fue el ‘niñito’ quien le hizo el milagro de iluminarle el camino que le permitió huir de sus captores.
¿Quién, acaso, no ha escuchado aquello de ‘Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado’?
Urrutia, con ironía, dice que si uno se para en la esquina de la Calle 27 Sur con Carrera 6, a pocos pasos de la Iglesia, puede advertir el “tamaño del pecado de los feligreses, según el tamaño del mercado que lleven a cuestas para donarles a los padres salesianos. Si lleva un bulto grande, la gente grita: ‘Este ya está condenado’…”.
Por estos días, los habitantes del 20 de Julio quieren también ser reconocidos por otra cosa: el buen ejemplo, el civismo en tiempos de virus letales. Quien lo dice es Robinson Pitta, líder comunitario de la localidad de San Cristóbal desde hace 28 años y hoy orgulloso Gestor de Seguridad y Convivencia.
Él es uno de los ‘padrinos’ de la estrategia pedagógica de cultura ciudadana ALAS de distancia, con la que la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, SCRD, busca promover entre comerciantes informales de la zona (se calculan en poco más de 3 mil) y la propia comunidad, el distanciamiento físico como medida de prevención del Covid-19.
Robinson cree que, más que una estrategia, es una manera de poner de nuevo los ojos de la ciudad en un “espacio que ha estado abandonado por años y que estaba ávido de procesos comunitarios que incentiven entre los vecinos el sentido de pertenencia”.
Como líder, sabe bien que en los días de fervor religioso las calles del barrio se convierten en ríos de gente sin talanquera. “Es un caos caminar, no hay por dónde pasar, la gente se empuja y se forman roces y peleas. Muchos ya no querían venir al 20 de Julio por tanto caos”.
Hoy quieren escribir una historia diferente: de la mano de la Alcaldía Local de San Cristóbal, el IPES y de la Dirección de Cultura Ciudadana de la Secretaría de Cultura, los comerciantes vienen desarrollando procesos pedagógicos y talleres para organizarse mejor en las calles, conservando el distanciamiento físico, necesario en estos tiempos en que asecha con fuerza ese enemigo silencioso del coronavirus.
Ese cambio de actitud en la comunidad fue lo que permitió que el barrio fuera elegido como escenario para el piloto de ALAS de distancia. “Queremos demostrar que es posible que una comunidad se organice alrededor de unas mismas reglas de juego para cuidarnos entre todos. Aún hay comerciantes un poco esquivos, por esa idea de muchos de que hasta que no conozcan al alguien cercano enfermo no se cree en la gravedad del Covid-19, pero lo cierto es que la gente está contenta, han notado el cambio y caminan más tranquilos”, asegura Robinson.
Geraldine García, una de las comerciantes informales del barrio, es ‘devota’ de esta idea de transformación y confía en que sus colegas se sumen a este llamado de cultura ciudadana. “Qué bonito que cuando la gente venga al barrio, que cuando regresen cuando se reabra la iglesia, note el cambio y se sienta a gusto viniendo al 20 de Julio”. Hernando, el historiador, también tiene fe: “A lo mejor el Divino Niño nos hace también ese milagro”.