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Inicio > “La literatura de Gabo fue una bocanada de aire fresco en las letras latinoamericanas”

“La literatura de Gabo fue una bocanada de aire fresco en las letras latinoamericanas”

Submitted by luclib on Mon, 28/09/2020 - 12:03
Foto: SCRD

Gloria López Llovet, o Gloria Rodrigué, como la conocen algunos, es una de las invitadas al conversatorio Las ciudades de Gabo, que tendrá lugar este 29n de septiembre. En entrevista con la Secretaría de Cultura, cuenta su experiencia como testigo de excepción de la llegada del autor colombiano a editorial Suramericana, y también los secretos del oficio del editor.

 

En pantalla sonríe Gloria López Llovet, mientras conversa desde Buenos Aires, del otro lado de un computador. Lleva varios minutos recordando la génesis de todo: cómo terminó un autor colombiano en las manos del mítico Paco Porrúa, agudo lector y editor de Suramericana, el sello que publicó por primera vez Cien años de Soledad.

Gloria, para entonces una joven de 17 años, trabajaba con su abuelo, Antonio López Llausás, fundador de la editorial, transcribiendo con paciencia las extensas cartas que su abuelo enviaba a autores, agentes literarios y distintos actores de la brillante industria editorial de entonces.  

Testigo de excepción de esos años de esplendor, recuerda bien el sobresalto de Porrúa al leer a García Márquez, que ya había publicado La Hojarasca y Los Funerales de la Mamá Grande. El pálpito providencial de haber descubierto a un autor descomunal para las letras hispanas fue casi el mismo que había sentido con Cortázar. “Porrúa no solo había descubierto a un nuevo escritor, había descubierto una ruptura en la cultura literaria del continente”, dice Gloria.    

Lo demás es leyenda. En el libro ‘Aquellos años del Boom’, del periodista catalán Xavi Ayén, se narra con detalle: en apenas su primera semana en librerías argentinas, contada desde el 5 de junio de 1967, Cien años de Soledad vendió 1.800 ejemplares; triplicó esa cifra a mediados de la segunda semana. Un año más tarde las ventas, para sorpresa de todos en Suramericana —para aquella época Gabo era casi un desconocido— alcanzarían los 25 mil. A partir de ese momento, cien mil anuales. Números jamás vistos ni entonces ni ahora en la historia de la literatura latinoamericana.

Ella cuenta la historia como si todo esto no hubiese ocurrido hace más de medio siglo atrás, sino con la lucidez de quien evoca algo que ocurrió hace apenas unos días. Han pasado más de cuatro décadas desde el día en que debió asumir el reto de dirigir Suramericana y convertirse ella misma en editora.

La industria editorial ya no es la misma, dirá ella en algún momento. Ningún editor se atrevería hoy, como en aquel 1967, a apostar por un autor ignoto y poner en las estanterías 8 mil ejemplares en la primera edición de una novela. Pero ese fue el principio de todo.

Le propongo devolverse en el tiempo a ese momento en que Paco Porrúa recibe el manuscrito de ‘Cien años de soledad’ y ese pálpito de tener en las manos una bomba literaria…

Empecé a trabajar en 1965 en editorial Suramericana, tras la muerte de mi padre. Había dejado el colegio para dedicarme a trabajar. Mi padre era hijo único, murió de un infarto y mi abuelo era muy mayor por lo que me puse a ayudarlo en la editorial. Cuando editamos a García Márquez, en el 67, tenía 18 años, pero la emoción se recuerda. Nosotros tenemos una carta de Porrúa, escrita en junio del 65, en la época de cuando él se empieza a cartear con García Márquez. Hablan de libros como La Hojarasca, La Mala Hora y Los Funerales de la Mamá Grande, que él había leído en pequeñas ediciones. Le dice que le interesaría publicar algún libro que esté escribiendo, que si tiene alguna novela entre manos. Y que quisiera contratar esos otros libros que ya había leído también. García Márquez le contesta aceptando la propuesta y le cuenta que está escribiendo una novela de unas 700 cuartillas, de las cuales lleva escritas 400. Se llama Cien años de soledad, le dice. “Y tengo en la cabeza otra novela, ‘El otoño del patriarca’”, agrega. Le dice que Cien años de soledad la tiene palabreada con otra editorial, pero que le encantaría publicar con Suramericana.

García Márquez logra deshacer esos otros compromisos. Y le manda el primer capítulo de Cien Años a Porrúa. Y con ese solo capítulo lo contrata. No espera a recibir el libro. Le gusta tanto, le parece tan distinto que le dice a mi abuelo que tiene una novela de un colombiano con la que tiene una gran expectativa. Y le envía a Gabo un contrato y un anticipo de 500 dólares, algo inédito porque en aquella época se contrataban libros sin anticipo. Sobre todo, si eran autores medio desconocidos.

¿Y cómo reaccionaba su abuelo a esos pálpitos literarios de Porrúa?

Mi abuelo siempre le decía: “Si usted está seguro, yo lo acompaño”. Confiaba mucho en él, sabía que era un lector maravilloso, que no solo descubrió a García Márquez, sino también a Cortázar, a John Ronald Reuel Tolkien, Ray Bradbury, Leopoldo Marechal. El catálogo de Suramericana en aquella época era muy importante y cuando él se la jugaba así por un autor no había duda de que se trataba de algo fenomenal. Con Gabo apostaron por una edición de 8 mil ejemplares. Era una tirada increíble para un autor desconocido y colombiano, que ni siquiera estaba en Argentina. Jamás hubiéramos hecho una tirada de más de 3 mil ejemplares, pero era tal entusiasmo que se hizo esa jugada.

¿Cómo contagiaron de ese mismo entusiasmo a periodistas y libreros?

Tomás Eloy Martínez, que era autor de la casa y además editor de Primera Plana, revista importante de Argentina, crea el premio literario Suramericana Primera Plana, con García Márquez como jurado y lo pone también en la portada de la revista. Todo esto fue un mes antes de la llegada de Gabo a la Argentina, para el lanzamiento.

La expectativa era grande. Y al mes, cuando llega Gabo, el libro está prácticamente agotado, lo que obligó a hacer una reedición; desde entonces nunca hemos parado de publicarlo. La gente reconocía a Gabo en las calles. Hay una anécdota muy bonita: el Instituto Ditela era un teatro conocido en la época y Gabo fue con Mercedes y Porrúa. Cuando él entra, de repente la gente lo empieza a aplaudir. Una cosa increíble. Él no entendía lo qué pasaba. Nunca más he visto que un autor desconocido entre a un teatro y lo empiecen a ovacionar. Estamos hablando de una época que no era mediática, ni con redes sociales. Por eso mismo fue tan maravilloso que pasara.

¿Cómo recibían ustedes, en Argentina, esa narrativa tan Caribe, tan cargada de superstición, todo ese universo de García Márquez?

Se leyó como una ruptura de lo que se venía publicando con Borges, Bioy Casares y otro tipo de autores. Buenos Aires siempre ha sido receptiva a cosas nuevas no solo en la literatura, en el arte en general. Creo que la gente vio una bocanada de aire fresco con esa movida maravillosa del Boom. Hoy pienso que Gabo no se quedó en ese tono de élite de la literatura, sino que le hablaba también a la gente del común. Era algo diferente, pero la gente lo leía con fascinación.

Difícilmente un editor tiene un comienzo como el suyo: trabajando en una editorial que descubrió a autores tan brillantes. ¿Qué lecciones atesora de esa época?

Soy autodidacta y aprendiz de mis mayores. De mi abuelo, de Paco Porrúa, que me acogió como a una hija; después de Enrique Pesona, que lo sucedió. Tuve que terminar el bachillerato en un colegio nocturno, para trabajar de día con mi abuelo. Él tenía una relación cercana con los escritores y yo debía transcribir a máquina unas cartas eternas que él les enviaba. Empecé como su secretaria, pero luego aprendí los secretos del oficio editorial. Me encargué de las relaciones con autores extranjeros; en aquella época se traducía muchos ingleses, franceses, norteamericanos, alemanes. Había mucha correspondencia con las editoriales, con los agentes. Me fui ocupando de recibir a los autores, hablar con ellos. El negocio editorial es algo maravilloso: nunca un día es igual al otro.

¿Qué es lo más difícil de lidiar con el ego y las expectativas de los escritores?

Uno piensa: qué maravilloso ser un autor y escribir como él. Pero el trato con ellos es difícil, porque para el escritor se trata de un libro que seguramente le llevó escribir 5 o más años de su vida. Un proyecto que, al cabo de unos meses, puede convertirse en fracaso total. Y eso es una angustia tremenda. El proceso que haces con ellos, para que ese libro vea la luz, es entrañable y delicado.

Osvaldo Soriano, por ejemplo, fue un autor que publicamos muchísimo en Suramericana. En general era un tipo amable, pero el mes previo a la salida de su libro era insoportable. Todo le venía mal y nos insultaba. Después supe: se ponía así por la angustia de que salieran las primeras críticas del libro. A veces se enojaba porque venía a la editorial a las 7 de la noche y a esa hora yo estaba en casa cuidando de mis hijos. Era neurótico: a veces me dejaba por debajo de la puerta de la editorial, a las tres de la madrugada el disquete con el libro.

¿Cómo fue editar al Gabo célebre, ya convertido en Nobel?

Comenzamos a publicar toda la obra de García Márquez, además de Cien años de soledad. En esa época ya Balcells era su agente y la orden era publicar en todo el mundo sus libros a la misma hora. Recuerdo que un día ella mandó a una persona que tomó exclusivamente un avión desde España, llegó a mi oficina a las 9 de la mañana con el manuscrito y a las 5 de la tarde tomó el vuelo de regreso a Barcelona. Hoy en día mandas un PDF en un minuto. En aquella época no era así.  

Cuando salió Cien años de Soledad hubo un problema con la tapa. Gabo le había encargado el diseño a un amigo suyo, pero este se demoró. Como en la editorial teníamos un departamento de arte e hicimos también un diseño, el del barquito. La clásica portada que muchos conocen. La primera edición salió con ese diseño. Y en la segunda edición el diseño incluía una letra e al revés y los libreros nos devolvían el libro asegurando que tenía una errata. Tuvimos que salir a explicar que era en realidad una licencia creativa del diseñador.

Una cosa es ser la nieta de Antonio López y ayudarle en la transcripción de sus cartas, y otra tener sobre los hombros la misión de dirigir Suramericana. ¿En qué momento de su vida le llega ese reto?

Me casé en el 70, a los 22 años, y un año después la editorial pasaba por un mal momento económico, por toda la situación social y altibajos de la Argentina por cuenta de la devaluación. Le conté a mi esposo esa angustia y él deja su trabajo y se involucra en la editorial para apoyarnos. Con el tiempo Porrúa se retira y lo reemplazó Enrique Pesone, uno de los traductores que teníamos en la editorial. Era un tipo muy culto y se convirtió en asesor literario. Decidíamos juntos lo que se publicaba y lo que no. Tenía mucho talento.

Yo no leía todos los libros, pero sí decidía con los asesores que tenía. Mi abuelo murió a los 96 años y hasta lo último fue una presencia permanente en la editorial. Cuando vendimos la empresa al Grupo Bertelsman yo quedé como editora 8 años. Cuando cumplí 40 en la editorial decidí que ya era suficiente, quería dedicarme a mi familia. Mi hermano Javier siguió y al final fue director general. Se fueron los alemanes y volvimos a ser él y yo de vuelta, pero con el sistema de una multinacional. Un día me di cuenta que hacíamos 60 novedades por mes. ¡Una locura! Y yo había perdido el contacto con los libros, me había dedicado a gerenciar, con números, planillas y esas cosas. Y había perdido la gracia. Entendí que la magia se había acabado.

Supongo que en ese respiro llega uno de sus hijos mimados, el sello La Brujita de Papel…

Yo había creado en Suramericana un sello infantil. Me gustaba ese tema del autor más el ilustrador. Cuando vendimos Suramericana al Grupo Bertelsman, no incluimos Edhasa, sello editorial fundado por mi abuelo que funcionaba desde España. El sello lo trajimos a Buenos Aires y comenzamos a publicar autores argentinos.  Al día de hoy trabajo en la parte editorial de Edhasa y también en el sello editorial infantil la Brujita de Papel. Cuatro de mis hijas trabajan conmigo. Soy la quinta generación de editores de mi familia: el abuelo de mi abuelo ya era editor en Barcelona, y mis hijas son la sexta. Es un oficio que está en la sangre.

Un editor es alguien que saca lo mejor de los autores. En su caso trascendió ese rol y era casi una cómplice del escritor…

Un editor es quien decide que un libro que está en el ámbito privado del autor pase al ámbito público y sea leído por todo el mundo. Decide de qué manera nace ese libro. Si el título es el adecuado, qué tapa le pone, rústica o dura; en qué momento lo publica, en qué colección o qué ilustrador puede funcionar para el libro. Pero es un trabajo que no se tiene que notar. El editor es una persona casi invisible. Eso lo aprendí de Porrúa. Él estaba detrás siempre, no aparecía. Y en la relación con el autor, sabía perfectamente cómo actuar. Sabía cómo transmitirle al autor las necesidades del libro. Si era necesario empezarlo de otra manera o si le faltaban cosas. Con el tiempo aprendí a desarrollar esa intuición del editor. Porque este oficio es prueba y error. Cuando el libro es un éxito es porque todo lo hiciste bien. Pero cuando no te va bien, te toca pensar en qué te equivocaste.

¿Cuáles de esos errores le pesan todavía?

A veces importa en qué momento salen los libros. A veces sacás un libro y no pasa nada. Y diez años después el libro se despierta y empieza a venderse. En esta industria ocurren cosas así. Nosotros publicamos un libro llamado El Arca de Schindler, sobre el holocausto nazi. Cuando lo sacamos en Sudamericana se vendió más o menos, lo editamos con 5 mil ejemplares y el contrato tenía un vencimiento de 7 años. Pasado ese tiempo de ese libro nos quedaban aún 3 mil ejemplares y el agente me llamó a preguntarme si renovaríamos el contrato y pagar un anticipo. Pero, con libros de sobra en el depósito, pensé que no era buen negocio. Un año después, Spielberg hace la película y fue el boom. No lo podíamos creer.

Con Cortázar las cosas tampoco empezaron con éxito…

Después de publicar Bestiario, el libro estuvo 11 años en las estarías de Suramericana sin venderse. Nosotros tenemos una política en la que creo firmemente: no me gusta publicar a un autor y después abandonarlo. Creo que a un autor hay que construirlo, que el autor se vaya conociendo, publicarle sus siguientes libros. Eso antes era más fácil. Pero ahora, con la velocidad de todo en las grandes editoriales, si publicas un libro y no funcionó el siguiente no se publica. En su momento publicamos tres libros de Cortázar y no se vendieron, recién cuando publicamos Rayuela se empezó a vender, pero pasaron 11 años antes de eso. Y hoy ninguna editorial aguanta hasta eso.

¿Cómo ha aprendido a conversar con estos nuevos formatos y nuevas maneras de leer como la novela gráfica?

Formatos como la novela gráfica y el comic ahora están en auge y me parecen interesantes. Pero en realidad, si me remonto a mi infancia, yo leía cómics en revistas que compraba en los quioscos. Era una manera de leer. Lo mismo que los libros por entrega. Y las radionovelas. Y todo eso ha ido volviendo. Por ejemplo, Argentina siempre ha sido un público al que le ha gustado el cuento. Tenemos grandes como Borges y Cortázar. Después en una época desapareció ese género de las librerías, nadie quería leer este género porque estaba de moda la novela. Pero, en los últimos cinco años vuelve a estar de moda el cuento. Y estamos publicando antologías de cuentistas famosos.

Hace carrera, erróneamente, la idea de que hoy no hay tiempo para leer, en medio de este vértigo en que nos tienen las redes sociales. ¿Cómo ve usted la figura del lector después de más de medio siglo en la industria editorial?

El lector es y será siempre nuestra vida. Una de las cosas buenas de la pandemia es que nos quedamos mucho en casa y mucha gente está leyendo más. Sí, es cierto que la inmediatez no nos deja tranquilos porque todo el tiempo estamos recibiendo mensajes, estamos hiperconectados. Netflix nos saca a los lectores y evidentemente ahora la gente tiene menos tiempo para leer. Pero hoy en día se lee, se lee mucho, libros en digital y en papel por igual. No creo que los buenos lectores mueran, siempre habrá necesidad de darse un respiro de la realidad y meterse en buenas historias. No soy pesimista, mucha gente se está replanteando la vida y está buscando desesperadamente tiempo para hacer las cosas que realmente importan. Y leer es una de esas cosas.

Entrevista realizada por: Lucy Libreros / Oficina de Prensa Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte.

 

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